Desde el tren se ven ángulos imposibles de otra forma. Frente al barullo urbano, vidas entrecruzdas convertidas en masas pegajosas, solipsistas, consensuadas, aparecen ahora paisajes del siglo pasado. Colinas brillantes guiñan mil ojos verdes. Recios ladrillos responden con una mueca tosca, urgiendo al orden, en montones. Cri, cri, cri, los ojos verdes. Croc, croc, croc, los ladrillos. Cada uno desde vías del tren opuestas. Siempre. Ese tren continúa. Cuadrados verdes y marrones. Caleidoscopios agrícolas crecen en vertical. Geometrias construidas, manos que las cuidan, espaldas que se entregan, charcos que reflejan el sudor de sus frentes. Una persona, dos, cinco. Una, dos, cinco, y un sólo predio. Molinillos de colores tiznan de espasmos oníricos la tierra mojada. Y el tren sigue. Alcachofas congeladas de oferta en mercadona. Una cenefa recurrente aparece cada cinco barridos de ventana: un hilillo de tierra entra hacia la montaña, al final un caserío. Fachadas ornamentales recuerdan a épocas coloniales. Cuatro grandes pinos negros custodian su porche. Y silencio. No hay vida. Se oye un sonido. Es un vídeo de Vimeo que lo anuncia como localización para un rodaje publicitario.